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La Chata

Los dos coches habían llegado a la plaza bien  entrada la noche, cuando en el pueblo ya no circulaba un alma y menos en Noviembre. No obstante, el ruido de los cascos de los caballos arrancando chispas del empedrado despertó a Manuela ‘la Cantuesa’, que, a pesar del frío, se tiró de la cama y por la rendija de los cuarterones, observó detenidamente toda la operación de descarga, que en razón al abundante equipaje, duró casi una hora.

En cambio, los pasajeros eran solamente cuatro: un hombre y tres mujeres que rápidamente se metieron en la ca­sa, donde, no había duda, los esperaban, porque la puerta se abrió sin necesidad de que llamaran.

El hombre volvió a salir y dirigió la operación de descarga que realizaron los dos cocheros.

La casa pertenecía a la viuda de Juan Gómez, Juana Piñuelas, personaje importante de la villa, señora de muchas influencias, pues no en vano su hermano Nicolás era médico en la Corte.

“La Cantuesa” despertó al marido y juntos fueron testi­gos mudos de la secreta operación.

En cuanto el equipaje quedó dentro de la casa, el viaje­ro despidió a los coches, que inmediatamente emprendieron el camino de regreso.

La noticia de la llegada a la casa de los Peñuelas de una señora importante, con dos criadas y que venía de Ma­drid --eso seguro, porque, aunque se marchó a los dos días sin casi salir de la casa, “la Cantuesa” ya había identificado al hermano de Dª Juana--, se corrió por el pueblo y a la noche siguiente ya habían pasado por la plaza más de la mitad de los vecinos, para enterarse de algo.

Algo se supo, bueno se supo lo que la criada de Dª Juana contó en la cola del agua de la fuente de “la China”, cuando fue como todas las tardes a buscar una cántara de agua, porque su señora decía que era la mejor del pueblo.

Efectivamente, había llegado de Madrid una señora muy joven, nada guapa y muy importante, muy relacionada con la corte, que venía a reponerse durante dos o tres meses de una grave dolencia de la que ya había pasado el peligro.

En Madrid estaba al cuidado de D. Nicolás y éste la había traído a casa de su hermana a reponerse y el médico del pueblo D. Jesús seguiría en todo las instrucciones del Dr. Peñuelas.

No obstante, pasaron los días y nadie vio nunca a la se­ñora madrileña. Con ella vinieron dos criadas que se entera­ron pronto de las costumbres y de los lugares de suministro, tiendas, menestrales, talleres... y que no se trataban apenas con nadie. Solamente las palabras de cortesía, buenos días, adiós... y poco más.

Al tercer día Dª Juana, aprovechando que la criada rompió una jícara del juego de chocolate, que la reina había regalado a su hermano, la echó y aunque a muchos le extra­ñó; no que la despidiera, pues eso era cosa corriente, sino que no buscara sustituta y que rechazara todos los ofreci­mientos, algunos con altas recomendaciones de gente princi­pal del pueblo, otros pensaron que con las dos personas, nin­guna de ellas en verdad ya joven, que había traído consigo la señora de Madrid, se arreglarían; y no era Dª Juana persona dispuesta a dispendios innecesarios.

De todas formas la llegada de la forastera fue todo un acontecimiento en el pueblo, pero aunque lógicamente el paso del tiempo debiera haber ido limando las agudezas mezuconas de las lugareñas, no sucedió así, porque cada poco tiempo, no más de dos semanas, aparecía alguien nuevo…o bien el Dr. Peñuelas, él que sólo iba al pueblo en la época de la vendimia, o alguna señorona de mucho empaque que lle­gaba en coches de servidumbre con librea y que paraba muy poco, porque ni siquiera comía en la casa.

Nadie sabía nada, y nadie soltaba prenda... y eso era demasiado para la curiosidad del pueblo... hasta que “La Pe­rranda”, una analfabeta que malvivía de hacer los oficios más desagradables cuando alguien lo necesitaba… amortajar, lim­piar las cuadras... lavar la ropa de los enfermos… pero mas lista que el hambre que pasaba, se dio cuenta que desde el torrejón se veía una esquinita de la huerta de los Peñuelas, justamente la solana donde tendían la ropa, que nunca lava­ron en el caño ni en los lavaderos de Valdeperijo, sino en un pilón de la propia huerta.

Le gustaba sentarse allí, al calorcito del sol de medio­día del ya entrado invierno y contemplar las riquezas de aquella ropa blanquísima y con encajes y blondas por todos los lados... Pasaron muchos días... y de pronto se dio cuenta de que, aunque ya hacía más de un mes que la misteriosa se­ñora había llegado, nunca había visto tendidos paños de los que las mujeres utilizan para empapar los efluvios de la menstruación.

¡Qué coño enfermedad...! Lo que pasa es que la señora está preñada y viene aquí a dar a luz.

Naturalmente ni doña Juana ni las dos criadas estaban ya en edad de necesitar esa higiene, pero la señora era joven. Se asustó de su atrevido descubrimiento y se juró a sí misma que no lo comentaría con nadie.

A pesar de frío del invierno aumentó las horas de es­pionaje desde el torrejón, con la esperanza de que, al menos una vez acertara a pasear por la solana la misteriosa señora y así comprobar su teoría. Como se pasaba todo el día reco­rriendo el pueblo, para los oficios que le encargaban o por distracción, se dedicó con mucho cuidado a seguir a las criadas cuando salían a sus recados... De sus correrías y de su se­guimiento no sacó mucho en verdad, pues casi nunca salían juntas. Notó enseguida que aunque lo fingieran no eran dos simples criadas, sino gente muy culta y muy preparada, no sólo porque hablaban muy bien, sino por la rapidez con que calculaban en las compras, y sobre todo el trato distante pero correctísimo que utilizaban con todo el mundo.

Tenía ganas de oírlas hablar entre sí, para ver si capta­ba algo de la conversación, un descuido o una confidencia que se hicieran. No tuvo ocasión hasta la noche de Noche­buena en que las dos fueron a la misa del Gallo. Se colocó detrás de ellas y cuando empezó el estruendo de los villanci­cos, las carracas y las zambombas, se pegó a los miriñaques de las dos y, como tenían que hablar alto para entenderse, es­cuchó todo lo que decían. A una al hablar de su señora se le escapó “alteza”. Se asustó, volvió rápidamente la cabeza bus­cando a alguien que la pudiera haber oído, pero la Perranda, lista como era, ya estaba agachada haciéndole fiestas al hijo de la señora Engracia, que estaba entusiasmado dándole vueltas a la carraca.

Era el año 1.863 y enseguida empezó a investigar por su cuenta, quién era el Rey de España, cuántos hijos te­nía, de qué edades y a quién correspondía aquel título. Pero la Perranda no sabía leer y no estaba dispuesta a confiar a nadie su secreto.

Había observado también que D. Antonio el cura, que antes iba mucho por la casa de los Peñuelas, no había vuelto desde la llegada de la señora, o sea que también a él lo habían echado como a la criada. Estaría D. Antonio, él a quien gustaba tanto codearse con la gente principal, con un cabreo de mil demonios porque nadie le había dado vela en ese entierro, o lo que fuera, o en ese nacimiento si es que la Perranda tenía razón.

Desesperada, porque no había nadie que satisficiera su ahora incontenible curiosidad, tomó la determinación de ir a preguntar a D. Antonio, que con el cabreo que se tendría se sentiría halagado y le contaría todo.

D. Antonio siempre la había tratado bien y la conocía también muy bien. Sabía de su inteligencia y se cuidaba mu­cho de enfrentarse a ella.

Por fin se decidió y se presentó en casa del cura. Éste la recibió afablemente y al preguntarle qué quería, a la Pe­rranda le llegó un chispazo de ingenio, rápido y claro como un relámpago y casi sin darse cuenta, le espetó a D. Antonio.

“Vengo a hablar con usted de un asunto largo, pero en confesión y ha de ser aquí’.

D. Antonio se asustó, porque la vio venir. Él estaba al tanto de todo. El Dr. Peñuelas lo había visitado y le había hecho su cómplice. Le había rogado que no fuera por la casa si la señora no lo llamaba, pero que si lo necesitaba fuera in­mediatamente o cuando ella lo pidiera.

Al instante se dio cuenta de la jugada de la Perranda. ¡Caso de criatura! ¡Qué crimen que se perdieran talentos así! y pensó que lo mejor era ganarse a la Perranda para la “causa”, que no dejarla insatisfecha y se convirtiera en el pregonero de la situación.

Habló la Perranda, mejor dicho, preguntó: primero por el Rey.

-  No hay Rey, hay Reina.

-  Ah, y ¿cómo se llama?

- Isabel.

- Ya.  Y cómo se la llama: Doña. Señora...

- Majestad...

- Ah... La Perranda se quedó perpleja. No, así no la había lla­mado la criada  y... ¿a quién se llama Alteza?

Aquí ya D. Antonio se sintió desarmado y decidió con­tarle todo.

“Efectivamente la señora era “Alteza”. Una in­fanta, es decir una hija del Rey que por los líos de la Ley Sálica no podían reinar por ser mujeres, pero ahora ya sí y que se llaman así, Infantas.

“Su Alteza, la Infanta, había tenido un mal paso en Pala­cio y como ella sospechaba estaba embarazada y dentro del mes de Enero daría a luz. El Dr. Peñuelas, que como ella sabía, era médico en el Palacio Real, la había traído a casa de su hermana de siete meses a dar a luz y en cuanto el niño o niña naciera, lo primero que harían con él sería subirlo a la iglesia a bautizarlo y llevárselo a Madrid, dónde ya estaba una casa preparada, y la señora en cuanto se repusiera, partiría también puesto que ya habían pasado los tres meses que había necesitado para reponerse de las fiebres que le aparecieron en Septiem­bre y que tan mala la tuvieron.”

-- “Mira, Inés... todo esto es muy grave no sólo lo que entraña en sí tener un hijo de soltera en contra de los Mandamientos de Dios y de los hombres, sino que esto es mu­cho más grave en la familia real, porque puede hasta ocasionar una guerra civil. Me dices que no se lo has contado todavía a na­die, te creo, así como te creo suficientemen­te inteligente, cosa que no fiaría en la mayor parte de los vecinos, como para jurarme guardar el secreto y no contar a nadie, lo que sabes. Yo te prometo que todo lo que sepa a partir de ahora, tanto de la madre co­mo del hijo, te lo contaré, aunque supongo que no será mucho, porque en cuanto desaparezcan de aquí ya no me necesitan y no me contarán nada”.

Inés “La Perranda” se negó a jurar, porque tenía miedo de sí misma y no quería exponerse a un pecado tan grave, pero sí prometió que no se lo diría a nadie.

                               …………………..

 

A mediados de Enero la infanta dio a luz un niño que D. Antonio bautizó curiosamente con el mismo nombre, según me contó una nieta de la Perranda, porque ya muy vieja ésta no se aguantó y una tarde de otoño cuando la sacaba a la solana del callejón, le confió a la nieta su escondido secreto.

Nunca más se volvió a hablar de la Señora mis­teriosa que desapareció como vino, una madrugada en dos coches que marcharon repletos de equipaje y sólo con cuatro pasajeros.

El año 1885 se inauguró el Ferrocarril línea La Fuente de San Esteban-Boada a Barca de Alba y pre­sidió dicha inauguración la Infanta Isabel ‘La Chata’, que tuvo especial interés en la inauguración y para di­cho evento el Conde de Lumbrales erigió el edificio que hoy es casa de la cultura.

¿Sería La Chata la señora que dio a luz un hijo en la casa de la plaza que luego fue Café-salón de bai­le según me contó la nieta de la Perranda? Nunca lo sabremos.

Al final de los años ochenta, creo, pero éstos del mil novecientos, se presentó en la casa parroquial un señor a pedir la Fe de Bautismo de un niño nacido en Lumbrales en el siglo XIX que no sé quién me dijo que se llamaba Antonio. Después he querido averiguar más y nadie responde, ni, según rumores, aparece dicha Fe de Bautismo, puesto que sin recordar los apelli­dos y dudar del nombre de Antonio, es ya casi imposi­ble encontrarla.

Por poca imaginación que se tenga es fácil en­samblar estos tres acontecimientos y crear una historia donde no hay más que rumores, invenciones y confusión. Pero ¿resulta interesante?

… ¿O no?

                                                                                                                                                           Por la trascripción  EGG.

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